lunes, 4 de abril de 2011

Nuestros antepasados

La casa está fría y, sin embargo, permanece aquí, sentada en este taburete de formica gris y mirando la chimenea apagada, inmóvil; junto a ésta el carbón, las pastillas de gasolina, un saco de piñas, periódicos viejos, un fuelle y el atizador, bajo la misma capa de mugre que lo cubre todo; el baldosín catalán está quebrado por doquier; las paredes presumen de todo tipo de manchas sobre una superficie pardusca, tal vez antaño pintura blanca. Sólo quedan algunos muebles, una alacena con los cristales rotos y restos de alguna vajilla, una silla tapizada en piel que no casa con el taburete, como si coexistieran, en estos dos elementos, dos épocas, dos tiempos, un lugar...

Gélida como la nieve que entra por las ventanas a través de los vidrios rotos, parece imperturbable. A pesar de la decadencia del lugar, a pesar del frío y de la escasa luz que hay en la casa, ella, la mujer, parece una gran dama, erguida, serena, con el rostro de una niña que mira con los ojos de una anciana, y la amargura de una boca capaz de sentenciar a muerte. Sólo el viento, que ulula y agita las ramas de los árboles, vuelve vívida su imagen; por fin sale de su ensoñación, estremecida, se retuerce dentro de su plumas blanco y se ajusta la capucha de pelo que apenas deja asomar una nariz, una cara, un mechón de pelo lacio y castaño.